Aeropuerto de Charlotte, Carolina del Norte. Sábado 27 de agosto de 2011
Aterrizamos en Charlotte con unas cuantas turbulencias, pocas para estar cerca de un huracán... Primera estación: recoger la maleta. Sí, a pesar de ser la misma aerolínea, este aeropuerto, al ser tan grande te obliga a recoger la maleta y volver a hacer check in. Así evitan ciertas pérdidas de equipaje innecesarias. Tras ésto, empieza lo duro. El paso por la aduana o customs, como se llama aquí. Dos filas: Ciudadanos americanos a un lado, resto del mundo a otro. Ésta segunda va más lenta que el caballo del malo. Con cada turista se entretienen un ratito, y si tienes la gran suerte de tener varias familias delante con sus respectivos niños y bártulos... bastante peor. Como hay varios puestos de policía, recomiendo vivamente NO ponerse detrás de una familia de este tipo, ¡y más si no entienden algo de inglés!. Bueno, pues tras unos tres cuartos de hora esperando mi turno, un amable policía (menos mal, porque hay cada uno que poco más y te trata como si de un tercer grado se tratase) me recibe haciéndome las preguntas de rigor tales como, por qué vengo a los Estados Unidos, dónde voy a vivir, si pretendo hacer algo malo tipo tráfico de drogas, cometer crímenes... (como si se lo fuera a decir... jajajaja!). Te toman huellas dactilares de las dos manos y una foto.
¡Por cierto! Hago un inciso ahora, por algo que creo importante contar antes de viajar a EEUU. Hay que rellenar a través de internet la ESTA, un documento oficial que el Gobierno obliga tener a toda persona no americana. Tiene caducidad de varios años, pero hasta que no caduca, no hay que volver a rellenarlo en caso de volver a viajar. En él, además de datos personales, se preguntan cosas de todo tipo, y en definitiva si eres o traficante de drogas o criminal en serie. Además, en el avión hay que rellenar otro formulario (la famosa hojita azul) que te piden nada más salir de la aduana. Es decir, tras el interrogatorio contado en el párrafo anterior.
Y ya por fin, puedo decir que estoy en el aeropuerto legalmente. ¡Pasé satisfactoriamente todos los controles! Incredible!. Y ahora, llega mi gran aventura... Que nadie cometa el mismo error, porque cada vez que lo pienso, me arrepiento aún más. Pues bien, idiota de mi, y como tenía mi billete en la mano, la maleta ya facturada y me quedaba aún tiempo para embarcar, decidí tranquilamente dar una vuelta por el aeropuerto (gigante y con tiendas de todo tipo). No se me ocurrió mirar nunca las pantallitas, porque ya me había aprendido mi puerta de embarque. ¡Craso error!. A media hora del embarque ya me dirijo a ella con calma chicha andaluza, y ¡oh, sorpresa! ¡Vuelo cancelado!. De repente se me cae el mundo encima. Me voy al primer mostrador de US Airways que encuentro y pregunto. La respuesta es aterradora. El aeropuerto de Boston se ha cerrado, y probablemente no abra hasta el miércoles de la semana siguiente. Y ahora sí que sí. Esa sensación que sentía anteriormente, vuelve y aún con más fuerza. Estallo a llorar delante de la azafata que me atiende bastante amablemente, porque no tengo ni idea de lo que hacer. En un país nuevo, en otro idioma, con un aeropuerto sumido en el caos, me encontraba yo más perdida que un pulpo en un garaje. Me dice qué es lo que tengo que hacer. En primer lugar me da unos tickets descuento para noches de hotel, que tengo que buscarme yo, me dice que debo ir a buscar mi equipaje, y ya cuando llegue al hotel, y según las noticias, ir llamando a la aerolínea para ver cuándo se abre el aeropuerto y cambiar mi billete.
Así contado, suena bien y hasta facilísimo. Pero ahora llega la realidad de la vida. Respiro hondo y voy a buscar mi maleta. No está por ningún lado. Busco, rebusco por cada una de las cintas sin importar la procedencia. Nada. Pasa media hora, y pregunto dónde está la oficina de equipajes perdidos. Ya sólo este termino me agobia. La imagen de verme en un hotel en medio de la nada y sin equipaje era más que preocupante. En el mostrador, me dice un señor la mar de “agradable” poco más que me busque la vida, que me recorra las cintas y que la busque yo solita, que del aeropuerto no se ha movido si mi avión no ha salido. Así que con impotencia y enfado vuelvo a la tarea de búsqueda y captura de mi maleta. Nada por aquí, nada por allá... vuelvo al mostrador de equipaje perdido. Gracias a Dios el estoy-encantado-con-mi-trabajo, se ha largado. Una empelada mucho más agradable me atiende y ésta vez me pide mi billete, descripción de la maleta y demás preguntas de rigor en estos casos. Me manda a una de las cintas a esperar entre media hora y tres horas, dice. Bien, ¿no? (¡menos mal que no tengo prisa!).
Media hora, una hora... las lágrimas vuelven a asomar. Sentada en el suelo enmoquetado, apoyada en una columna, me encuentro más sola que nunca y con tal agobio que debía dar pena. Hay gente maja en el mundo, aunque por ahora no hayan asomado la cabeza por aquí. Un chico, me pregunta qué me pasa. Le cuento y me presta su móvil americano para intentar conseguir un hotel en el que hospedarme y de paso me tranquiliza con el tema de la maleta. Si mi avión no ha salido, la maleta está en el aeropuerto, y la encontraré lo antes posible. Tras agradecerle su ayuda infinitamente, vuelvo a dar la “matraca” a mi querido mostrador de equipajes perdidos. Tengo suerte esta vez. El chico que se encarga de buscarlos, está delante. Se lleva mi billete con mi número de maleta y me dice que vuelva a la cinta. Que en menos de 10 minutos la tengo. Y así es. En cuestión de minutos, suena el característico sonido de una cinta poniéndose en marcha, luz naranja, se abre la puerta, y como si de un milagro se tratase, aparece mi maleta con el billete puesto encima. Empecé a respirar mucho más tranquilamente y por primera vez en el día, sonreí al encontrarme con el chico en cuestión dándole millones de gracias.
Tras esto, decido buscar un mostrador de información de US Airways para aclararme con los cambios de vuelos y qué posibilidades de volar tengo. Lo encuentro y me dicen que tengo que hablar con un supervisor que aparece rápido en escena. En principio estoy en el vuelo del miércoles, pero me niego a estar en esta ciudad hasta ese momento. Con cara de cordero degollado le explico que tengo que estar en Boston el lunes, que no tengo dinero para pagar un hotel tantos días, que es mi primera vez en USA y estoy muy asustada y preocupada... (y alguna que otra cosa más, y esta vez ya no me salían las lágrimas, pero no hubieran estado de mas) y junto con varios rezos a algún santo, me dice que si el huracán lo permite, salgo el lunes a las 11,30 am. Está claro que ya sé a qué santo acudiré para que el huracán pase por Boston lo antes posible...
Siguiente parte. Busca hotel antes de que las miles de personas que se han quedado tiradas, te lo quiten. Me siento como si estuviera haciendo la segunda parte de la película “La Terminal”. En los cupones de descuento que me proporcionaron en la aerolínea, encuentro una web en la que hoteles de los alrededores ofrecen servicio de habitaciones para estos casos. Tras varios intentos, porque no es tan complicado como parece, encuentro un hotel con dos habitaciones libres, relativamente barato y cercano al aeropuerto. Hago la reserva y llamo. Una furgonetilla viene a buscarme al aeropuerto en 10 minutos, me dice la operadora. Sin más dilación voy hacia donde me dice y espero. Efectivamente, en escasos 10 minutos aparece el conductor en cuestión y allá que me dirijo a mi “Hotel de carretera”. He hecho fotos, prometo colgarlas en cuanto llegue a Boston y pueda descargarlas de la cámara. Sin más, termino este capítulo, porque aún hay una tercera y última (gracias a Dios) de este viaje.
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